Por Ana Bianco
Manuel Alvarez Bravo es reconocido como el fotógrafo de “lo mexicano”, entendido esto como una unidad entre el paisaje y la gente, que supo plasmar con destreza y originalidad, hasta llegar a ser considerado entre uno de los maestros de la fotografía latinoamericana del siglo XX. A fines de los años ’20, sus trabajos concitaron la atención del fotógrafo norteamericano Edward Weston y de su discípula italiana, Tina Modotti, residentes en México. En 1930 comenzó su carrera tomando fotos de los murales de Diego Rivera y David Siqueiros, entre otros, y se relacionó con el medio cultural nacional e internacional. En ese trayecto, compartió una exposición con el fotógrafo francés Henri Cartier Bresson y entabló amistad con el escritor Andre Breton, quien vio en sus fotos un surrealismo innato. La década del ’40 marcó su inicio en el mundo del cine: trabajó como fotógrafo para el ruso Sergei Eisenstein en ¡Que Viva México! y participó en rodajes de John Ford y Luis Buñuel. Las exhibiciones de sus obras han recorrido el mundo y no sólo documentan: expresan una mirada humanista, la de un poeta de la lente. En su producción conviven fotos canónicas como Obrero en huelga asesinado –una de las más famosas–, registro de un joven tendido en el suelo, con otras que recorren un México de calles angostas, plazas, barrios, pueblos y tradiciones que dan sabor a una cultura. Parte de ese trabajo puede apreciarse en Manuel Alvarez Bravo. Fotografías, la muestra que desde el viernes y hasta el 25 de mayo se verá en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3515), y que da cuenta de las diferentes etapas entre 1920 y 1947.
A continuación se ofrece parte de la última entrevista realizada a Manuel Alvarez Bravo juntamente con Rosa María Villareal, y publicada el 19 de enero de 1997 en el diario Reforma de México. En su casa de Coyoacán, con 94 años encima, entabló una charla con tirabuzón, mientras los olores del guisado llamaban a la mesa. “Yo nunca supe cuándo realicé mi primera fotografía”, memoró Alvarez Bravo, nacido el 4 de febrero de 1902, hijo de un fotógrafo amateur. “Probablemente era entre 1922 o 1923, pero ahora, mientras estas chicas realizan copias, encontré el primer retrato que hice en mi vida. Es el de mi hermana Isabel, un retrato desconocido. Lo hice con una cámara sepia, en placa de cristal de cuatro por cinco. Antes seguramente había hecho otras, pero esta fue la primera que tomé con una cámara así.” El artista hablaba con naturalidad y lucidez de la labor diaria que lo tenía ocupado sin importarle la pesadez de los años: “Hago lo mismo de siempre, trabajo. Nunca he hecho algo especial. Paso de tres a cuatro horas durante las mañanas en el laboratorio, sigo tomando negativos, haciendo copias. Ahí trabajo mucho, en silencio. Yo vivo así, sin preocupaciones…”
–¿En qué trabaja actualmente?
–Mi último trabajo, creo interesante, es el que he hecho sobre las fiestas de aquí, las del Niño Jesús de Coyoacán. Me está pasando una cosa extraña al enfrentarme con esas cámaras nuevas y maravillosas que producen todo en automático. Tener ese instrumento en las manos hace que también mi trabajo sea bastante automático. El trabajo de los ojos, de la experiencia adquirida, de lo que se ve y gusta ver, no cuentan. El hecho es que uno produce cientos y cientos de fotos, como si la cámara lo impusiera.
–¿Trabaja solo en el laboratorio?
–Tengo dos jóvenes asistentes. Una de ellas está haciendo copias de todo lo que produje en 1995 y 1996, lo que me es positivo y útil, hacer un álbum de mis fotos. Nunca me hubiera imaginado que tenía cientos de fotos de los últimos tiempos.
–¿Tiene una estimación de la cantidad de fotos que conforman su archivo personal?
–Es imposible hablar de cantidades. Un periodista norteamericano me preguntó cuál era el tema predominante en mi obra; no hay ni cantidad ni tema. Uno puede tomar fotos de gentes, de caballos, de perros. Así trabajo, sin encargos, sin proyectos definidos. Lo único que hacen los proyectos muy definidos es coartar la libertad de ver y de trabajar.
–Pero usted tuvo un proyecto muy definido con el Centro Cultural Arte Contemporáneo.
–Efectivamente: de 1980 a 1986 formé la colección de fotografía de ese Centro, donde se exhibe permanentemente. Se hicieron tres tomos que ilustran este trabajo. Para mí era muy importante hacer una panorámica de la historia de la fotografía que contenga los nombres y obras importantes, las técnicas desde su creación hasta la fecha, exceptuando las producidas bajo procedimientos computarizados.
–Fue entonces cuando se anunció la creación de un museo que llevaría su nombre. ¿Qué hay de eso?
–Yo no tuve mucho interés en esta cuestión, de hacer cosas así de grandes y con mi nombre. No estoy de acuerdo con hacerme pedestales en vida. Después de tantos años de trabajar con el Centro, lo que quería era concentrarme en mi propio trabajo y es la primera vez que lo hago así, sin ningún punto de apoyo, únicamente con la beca del Fonca (Fondo Nacional de la Cultura y las Artes).
–Ha hecho fotografía casi durante toda su vida. ¿Cambió su forma de mirar?
–No es que cambie, evoluciona. La forma de mirar siempre es la misma, pero se ha modificado por la experiencia que dan la vida y las artes, de las que siempre estuve muy cerca. Siempre estoy atento a todas las artes, a la música, la pintura, la escultura, la literatura. He leído muchísimo y la música está donde estoy, en mi casa, en el laboratorio.
–Algunos escritores cambiaron partes de sus obras porque con los años les producen insatisfacción o vergüenza. ¿Le ha pasado?
–No. Las fotografías son como la vida, van teniendo su destino, según la técnica y la propia cultura en la que se generaron.
–¿Hizo un testamento de su obra?
–No, pero toda mi obra es para mi familia y para Coyoacán.
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