Desde que el hombre comenzó a producir obras de arte, hemos tenido la sensación de que podemos acércanos y conocer al artista a través de su creación. No sólo a los contemporáneos o a los que, históricamente, están medianamente cercanos a nosotros. Vemos los dibujos de las cavernas de Lescaux o de Altamira, e inmediatamente inferimos –casi sentenciamos- “el hombre primitivo era de ésta o aquella manera; éstos eran sus hábitos”. El arte nos permite acercarnos a un entendimiento del mundo, de la historia y de nuestros congéneres, incluyendo a los creadores de dicho arte. Nos permite sacar conclusiones sobre el devenir del tiempo.
La fotografía, por otra parte, desde sus inicios ha sido vista como un reflejo real del mundo. En ella, las cosas están tal y cómo las vemos. Susan Sontag –teórica y crítica de la fotografía- nos dice: las fotografías suministran evidencia. Y es precisamente por ello que, durante tanto tiempo, se despreció a esta disciplina. En contra de ella se alegó el ser una reproducción mecánica de la realidad.
Pero los años han pasado: ahora sabemos que entre fotógrafo, cámara y objeto fotografiado, median la subjetividad, los intereses, las destrezas técnicas y el gusto. Es decir, el fotógrafo decide qué y cómo fotografiar. Eso convierte a la fotografía en un proceso creativo y si se quiere, artístico. Ha dejado de ser una reproducción mecánica de la realidad para convertirse en un lenguaje de expresión con características y lineamientos estéticos particulares; un lenguaje que, como el de toda obra de arte, nos permite acercarnos al artista, a la historia y al mundo. Ciertamente las imágenes fotográficas nos suministran evidencias, pero no sólo de lo tangible.
Aaron Sosa lleva diez años haciendo fotografías. Es un fotógrafo joven y, sin embargo, sus imágenes están llenas de la experiencia y la madurez de quien ha aprendido a ver. Así como las habilidades técnicas y la sensibilidad de un pintor o escultor se entrenan, “el ojo” de un fotógrafo también debe entrenarse para ser capaz de descubrir la importancia de las cosas que nadie ve, a través de una cámara. El ojo de Aaron Sosa es un ojo entrenado.
Este es un trabajo sobre Venezuela. Su título –Venezuela cotidiana- nos lo dice. Sin embargo, una vez que observamos las imágenes que lo integran, podemos percatarnos de que ésta es una cotidianidad bien particular. Estamos acostumbrados a las fotografías que sólo reflejan las miserias y desventuras de nuestro pueblo, económicas y espirituales. No significa que ello esté mal: lo difícil en nuestro país está, evidentemente, “a la orden del día”. Sin embargo, Aaron Sosa ha sabido ver “otra” Venezuela.
En sus imágenes, rondan la alegría y la fiesta. Hay gente que sonríe, gente que celebra. Hay gente que camina y existe con la pequeña satisfacción que a veces otorga saber que estamos vivos. Y está también la melancolía de cuando el día termina; de cuando hemos hecho todo lo que debíamos hacer y nos toca entregarnos a los brazos de un sueño que, a veces, es como otra muerte. Están los raros paisajes de nuestros campos y la lumínica arquitectura de nuestras ciudades. Las fotografías de Aaron Sosa nos hablan de un país que tiene sus secretas felicidades, sus secretos afanes. Un país que sigue viviendo y existiendo muy a pesar de las piedras del camino.
El fotógrafo es una especie de espía, sólo que en este caso es indiscreto. Se asoma con descaro en el quehacer de un pueblo, en la vida de los otros y los posterga en imágenes. Hay rostros que miran directamente a su cámara y ríen; rostros que quizás se intrigan ante este hombre que les roba “el alma”; tal y como creían nuestros antepasados que hacía la fotografía. Veo sus imágenes y no puedo evitar pensar en Robert Frank, que una vez recorrió los Estados Unidos para dejarnos un testimonio de un país que, ante él, se ofrecía diferente a como solemos verlo. Como las fotografías de Frank, las de Sosa –que ahora recorre Venezuela- están llenas de serenidad y optimismo. Están llenas de una cierta dulzura.
Tampoco puedo evitar pensar en Jack Kerouac y su famosa novela En el camino, porque es precisamente caminando –literal y metafóricamente- que se van descubriendo las cosas. Éste es un libro de viaje y todo viaje lleva de por sí un proceso de iniciación. No somos los mismos cuando salimos de casa que cuando regresamos. Volvemos hecho “otro”. Arthur Rimbaud, el poeta francés, alguna vez habló de ser “otro”: una alteridad que nos permite percatarnos de aquello que realmente importa y que usualmente no percibimos.
Puede decirse entonces que estamos frente a un trabajo que es una iniciación a Venezuela, a una Venezuela que largamente ha esperado ser descubierta. Aaron Sosa es, además de fotógrafo, explorador. Eso lo convierte en un extraordinario viajero.
Antes he hablado de cómo la fotografía –que parece ser una reproducción exacta de la vida- está en realidad mediada por la subjetividad de quien hace la foto. Podríamos, entonces, atrevernos a pensar que ésta rara cotidianidad que vemos en este libro es, en realidad, la del fotógrafo. Podríamos intuir que es él quien es alegre y se siente serenamente feliz de estar vivo; que no le cuesta acercarse a la gente, así como la gente se acerca a él. Y entonces lo lleva a imágenes.
Pero esas son sólo conjeturas. Como en todo texto crítico, es importante hablar directamente desde la obra y no sólamente desde las impresiones que ésta nos produce. Diremos entonces que estamos frente a un trabajo que no sólo se caracteriza por su coherencia –un hilo discursivo que se mantiene a medida que vamos pasando las páginas-; sino por decirnos algo de un lugar al que creímos conocer y que ahora se vuelve desconocido, nuevo y fascinante ante nuestros ojos. O viceversa –todo depende de quien mire-, de un lugar que nos resultaba desconocido y se nos acerca y se nos hace palpable en imágenes.
Venezuela cotidiana es un canto a la idiosincrasia de un pueblo, a sus costumbres, a su gente; al día a día que nos sobrevive y es más poderoso que el hombre. Ésta es también una de las ventajas de la fotografía: prorroga en el tiempo incluso aquello que vamos olvidando de nosotros mismos.
Las fotografías son testimonios de vida y las de Aaron Sosa no escapan a ello. Paradójicamente, a pesar de su “ojo” entrenado, estas imágenes tienen el encanto y la frescura de quien mira por primera vez; de quien levanta la cámara porque el mundo le está hablando y necesita desesperadamente no relegar aquello que se le está diciendo.
No sólo el fotógrafo sorprende. Es, a su vez, sorprendido. Y eso es parte también de ser un buen viajero: estar atento a todo aquello que está por descubrirse a cada paso. Como decía Antoine de Saint Exúpery, en su famoso libro El principito, no se ve bien con los ojos, sino con el corazón.
Si mucho se ha hablado aquí de literatura es porque las imágenes de Aaron Sosa no escapan al sentir poético. La poesía, como la fotografía, nos habla de la fugacidad y belleza de los instantes en nosotros y en el mundo. Desgarran el velo de la apariencia para dejarnos entrever parte de la más profunda esencia de las cosas. De un universo que existe latente dentro de éste que conocemos.
Sontag también decía: El más lógico de los estetas del siglo XIX, Mallarmé, dijo que en el mundo todo existe para culminar en un libro. Hoy todo existe para culminar en una fotografía. Bien podemos pensar, entonces, que Venezuela existe –entre tantas otras cosas- para culminar en estas imágenes.
Kelly Martínez.
Aaron Sosa y la Cotidianidad Venezolana